Es justo admitir que gran parte de la psicología competitiva se enseña de manera superficial o descontextualizada. Se habla de la importancia de "estar mentalmente preparado" o de
"pensar estratégicamente", pero rara vez se profundiza en lo que eso significa en entornos reales y complejos. Muchos profesionales, incluso aquellos con experiencia, terminan
aplicando conceptos básicos de forma rígida o fuera de lugar. ¿Por qué? Porque se les ha enseñado a memorizar principios en lugar de entender cómo se adaptan a las tensiones,
incertidumbres y ritmos acelerados del entorno competitivo actual. Y aquí es donde surge una verdad incómoda: no basta con conocer la teoría; el verdadero desafío está en cuestionar
nuestras propias suposiciones y aprender a leer el terreno con una sensibilidad casi instintiva. Lo que cambia para los participantes no es solo lo que saben, sino cómo piensan.
Comienzan a reconocer que la competencia no es una guerra lineal de estrategias predeterminadas, sino un ecosistema en constante cambio donde las emociones, las percepciones y las
narrativas tienen tanto peso como los números o los hechos duros. Es un cambio casi visceral. Por ejemplo, muchos llegan creyendo que la clave está en "anticipar los movimientos del
adversario", pero terminan entendiendo que, a menudo, el mayor error está en subestimar cómo nuestras propias acciones son interpretadas por otros. Ese nivel de autoconciencia—de
saber no solo qué hacer, sino cómo ser percibido—es algo que raramente se enseña, pero que resulta indispensable en un entorno profesional donde cada interacción puede inclinar la
balanza. Y sí, esto reta muchas ideas preconcebidas. Porque, aunque suene provocador, la mayor barrera para muchos no es la falta de conocimiento técnico, sino una perspectiva
demasiado rígida o limitada. En ocasiones, es casi como si estuvieran atrapados en una lógica de "manual", incapaces de adaptarse a lo inesperado. Pero al final, lo que emerge no es
solo una comprensión más profunda de la psicología competitiva, sino una confianza distinta: no la confianza arrogante de quien cree tener todas las respuestas, sino la seguridad
humilde de quien sabe cómo navegar en lo incierto. Y eso, más que cualquier fórmula mágica, es lo que realmente marca la diferencia.
Después de la inscripción, el curso avanza con un ritmo que no siempre se siente predecible. A veces, los conceptos básicos se presentan de manera tan rápida que apenas hay tiempo
para digerirlos. Pero luego, de repente, todo se detiene—como si el curso mismo necesitara un respiro—para practicar algo concreto, tal vez un ejercicio de introspección guiada.
Recuerdo un día en que nos pidieron escribir una carta a nuestro "yo del pasado". No dieron muchas instrucciones, solo el papel en blanco y una idea. ¿Quién hubiera pensado que una
actividad tan simple podía ser tan reveladora? Nadie te prepara para el silencio que sigue después. Y los momentos de repetición no se sienten como un retroceso, sino como un eco
necesario. Vuelven a aparecer temas clave, pero envueltos en nuevos contextos, como si el aprendizaje fuera un espiral. Un ejemplo: la noción de "sesgo de confirmación" se exploró
inicialmente en un módulo teórico, pero semanas después, apareció de nuevo durante un análisis de un caso real, esta vez en un entorno clínico. Es curioso cómo algo que parecía
abstracto al principio empieza a cobrar vida. A menudo me pregunto si este diseño es intencional o si simplemente refleja la naturaleza caótica de la mente humana.